La Fuente Zaide es una de las fuentes más conocidas y emblemáticas en el municipio de Alcaudete. Si la fuente de la Villa es considerada una fuente señorial, esta en concreto la podríamos catalogar como monumental. Los elementos que en ella se pueden observar nos dan indicios de la importancia de esta fuente en el siglo XIV. Esta ocupó un lugar destacado al estar ubicada en una zona de paso crucial, como es la carretera que une Granada con Córdoba. Por otro lado, ese signo monumental y de grandeza queda reflejado en los dos leones adheridos a una gran estela, pues siempre se ha considerado este animal como símbolo de poder, domino y realeza.

El nombre atribuido a esta fuente se debe a una leyenda muy popular acaecida durante la presencia del alcaide Fernando Alonso de Córdoba en el castillo.

 

 

 

Leyenda de la Fuente Zaide

Corrían los años centrales del siglo XVI. Alcaudete se hallaba en permanente zozobra . Los ataques de los árabes se sucedían, estrellándose una de otra vez contra sus fuertes de defensa en las que preventivamente se refugiaban los moradores de la villa. Era alcaide del castillo, por designación real, Fernando Alfonso de Córdova. Este noble señor gozaba de fama por sus dotes guerreras. Se podía decir de él que vivían casi de la guerra y para la guerra. Los sucesivos monarcas a los que sirvió le concedieron, por sus servicios, no solo privilegios, sino que le pagaban fuertes cantidades monetarias, a veces, le hacían generosos regalos.

Precisamente, su activa y decisiva participación en la toma de Alcaudete en el 1.312 le valió el nombramiento de alcaide de su fortaleza, o jefe militar de la misma. A pesar de la edad madura en la que se encontraba, aun intervenían personalmente en las batallas en ayuda de su rey, que espléndidamente le recompensaba por ello. Su brillante actuación en la batalla del Salado en 1.340 le supuso un singular regalo. Alfonso XI, vencedor en la contienda, le donó tres esclavas moras, que él mismo había capturado a los enemigos benimerines. Sus nombres eran Maymona, Aixa y Zara.

Las tres eran de singular hermosura, destacando en especial Aixa, que procedente de Fez, había venido, como favorita, en el harén de un moro principal, caudillo del ejercito africano. Sus negros y profundos ojos lucían sobre la piel morena del ovalado rostro, en el que sobresalían los sensuales labios, la perfecta nariz, y una ancha y despejada frente. Todo ello acompañaba a un cimbreante y bien proporcionado cuerpo.

Don Fernando era hombre particularmente sensible a los encantos femeninos. Después de quedar viudo se había casado, en segundas nupcias, con Dñª. María Ruiz Biedma, perteneciente a una noble familia giennense, con la que tenía ocho hijos. De todos era conocido el fuerte carácter de esta dama que todo lo controlaba, y a todos, incluido don Fernando, dominaba. Vuelto el alcaide al castillo entregó las tres esclavas a su esposa para que la sirvieran en los quehaceres propios del hogar, por lo que tenían que residir dentro del castillo.

Poco tiempo tardó el noble castellano en quedar prendado de la belleza y donaire de Aixa, a la que repetidamente requería en amores, sin ser correspondido en ningún momento en sus pretensiones.

Esta situación no podía pasar inadvertida a Dñº. María, lo que le provocaba gran irritación. Su orgullo no podía permitir la vejación en la que se veía envuelta, y los celos hacían presa en su corazón.

En la fortaleza también trabajaba un moro alcaudetense llamado Zaide, hijo del molinero de las aceñas (molino harinero9 de fuente Armunia, o la de la fértil huerta. El conocimiento que de los caballos tenía le había hecho acreedor del oficio de caballerizo de don Fernando. Sus constantes estancias en el castillo propiciaron conocimiento y trato con las esclavas moras, pretendiendo pronto en su espíritu un profundo sentimiento amoroso hacia Aixa. La bella esclava correspondía a sus requerimientos amorosos.

Así trascurrieron varios meses. La presión del alcaide a Aixa cada vez era mayor, y los ataques de iras de su esposa más fuertes y frecuentes. La joven se veía inmersa en una comprometida y embarazosa situación que la tenía sumida en continua inquietud, de la que también participaba su amante Zaide.

Ante ello los dos enamorados deciden escapar de Alcaudete, y buscar protección en el vecino reino moro de Granada. Empresa difícil era ésta, pues había de traversa cuatro vigiladas puertas, una por cada anillo de murallas de los que estaban rodeados el castillo y villa. Además conocían los crueles castigos intentando huida. Determinaron finalmente llevar a cabo la fuga el día en el que se celebraba el mercado en la villa. En esa fecha Alcaudete estaba abierto a los mercaderes árabes y judíos del reino granadino, según se estipulaba en varios de los tratados, y tregua de paz, entre Castilla y el reino nazarita. Comerciantes de todas las partes del territorio árabe venían a comprar, vender, o cambiar sus productos con mercaderes cristianos o judíos, de los que había muchos en este pueblo. Otros muchos venían para el mismo fin desde los obispados de Jaén, Córdoba, y de aún más lejos.

En la zona de la actual Plaza se establecía por un día una abigarrada muchedumbre, de distintas razas y procedencia, formada por vencedores y compradores de las más variadas mercancías: especias, sedas, frutas, animales domésticos y de labor, espadas y puñales, cueros, tafetanes, alfombras, calzado, y otros mil productos. Los que no tenían cabida en aquel recinto se situaban en los aledaños de las murallas en la zona de la Puerta de Alcalá.

Con ellos se mezclaban los artesano que aquel día sacaban a la calle su pequeña industria, barberos que allí ejercían su profesión, mendigos, contadores de cuentos, recitadores de romances, y un largo etcétera. Los días de mercado la población flotante de la villa superaba con creces a la propia. Todo esto podía facilitar en gran medida la huida de Aixa y Zaide, lo cual determinó esta elección. Zaide conocía a un comerciante árabe de Moclín que venía aquí todos los días de mercado desde hacía muchos años, y con el que su padre tenía una vieja y profunda amistad.

Puesto al habla con él, le convenció para que de aquella tarde los escondiese en el interior del carro lleno de mercancía con el que volvería a su pueblo. Así ambos podrían pasar los controles de las puertas de la villa, en las que los guardias del alcaide fiscalizaban el paso de los mercaderes y visitantes de la villa, para cobrarles los impuestos de castillería y peaje, y al mismo tiempo supervisar el tránsito de las personas.

Cuando el día declinaba y las sombras de la noche comenzaban a poblar la tierra, Aixa salió secretamente del castillo y se dirigió a la zona en la que se encontraba el comerciante cómplice. Allí le esperaba Zaide. Ambos amantes se introdujeron con presteza en el carro, y cubrieron sus cuerpos con telas que el mahometano vendía.

Se puso en marcha el vehículo y franqueó dos puertas de la villa antes de llegar a la última, la llamada de Priego por encontrase en el inicio del camino que conducía a ese pueblo Cordobés. En ésta, y en las otras puertas de salida del recinto amurallado, se solía hacer rigurosos registros. De todos modos los jóvenes veían su libertad próxima, por lo que a penas podían contener su angustia. A punto estuvieron de ser descubiertos por un soldado que abrió el carro para inspeccionar su interior; pero la fortuna les acompañó en aquella ocasión. El guardia, que conocía de otras muchas ocasiones al mercader árabe, no sospechó nada, por lo que efectuó una comprobación de rutina y poco meticulosa. Aquel obstáculo, quizás el más peligroso, se había superado, lo que aumentó las esperanzas de los fugados.

Mientras tanto en el castillo se había detectado la ausencia de la esclava y, como las fugas eran relativamente frecuentes los días de mercado, se pensó inmediatamente en su escapada. El alcaide, lleno de rabia e ira, envió rápidamente un destacamento de soldados para avisar a las puertas de la salida de la villa, inspeccionar todas las entradas y salidas de las mismas, y recorrer los caminos en su busca.Los huidos habían ya salido de la villa y ascendían por el camino que entonces unía la puerta de Priego con la de Alcalá, para desde allí dirigirse a territorio bajo dominio árabe. Sus corazones saltaban de alegría pues la parte más peligrosa había pasado felizmente.

El mercader paró el carro en una fuente que se encontraba en las proximidades del camino para dar agua al sediento jamelgo que apenas podía con la pesada y extraordinaria carga que en aquella ocasión llevaba. La mala fortuna quiso que un grupo de los soldados en busca de los evadidos viesen al comerciante mientras el caballo bebía, y le mandara abrir el carro para efectuar un registro a fondo. Oída la orden, Zaide supo en aquel momento su suerte se había trocado en desventura, y presurosamente, saltó del carro armado del alfanje y puñal, dispuesto a defenderse.

Entablóse cruenta y desigual lucha entre los soldados cristianos y Zaide, que, a pesar de la tenaz y heroica defensa que opuso, terminó finalmente por sucumbir. En aquel mismo lugar los soldados cortaron la cabeza al cadáver, y clavándola en una lanza, la llevaron a la puerta de Luque, donde la pusieron en un garfio. Allí era donde se exponían los restos de los ajusticiados, bandidos, y esclavos evadidos, antes de que utilizara para ese mismo fin la Cruz del Royo. De este modo servía de aviso y escarmiento para todos aquellos que pretendiesen seguir sus pasos.

A la esclava, que horrorizada había presenciado la cruel escena, la llevaron a sus dueños, con los ojos anegados en lagrimas, y el corazón lleno de amargura. Su espíritu nunca más pudo salir del estado de postración en el que aquel suceso lo sumergió. En el castillo continuó arrastrando su pena por doquier. Sólo en contadas ocasiones se oyó la dulce voz de Aixa cantar coplas de su tierra, llenas de melancolía, rememorando a su bien amado Zaide.

Meses después, en los últimos días de 1.343, el alcaide guerrero murió en su fortaleza, a consecuencias de las heridas recibidas en la batalla de Palmones. Antes de morir, en su testamento, dejó sus tres esclavas moras a su hija Leonor. Se sabe que Aixa, cuyo decaimiento espiritual iba en aumento conforme pasaban los días, murió poco después. Desde entonces a la fuente en la que ocurrieron aquellos trágicos sucesos se le llama la del Zaide. En los siglos siguientes los Condes de Alcaudete la adecentaron, colocaron en ella su escudo nobiliario, y construyeron un abrevadero para los animales, y un lavadero público para uso del pueblo.

Pocas mujeres alcaudetenses que durante cientos de años, y hasta fechas muy recientes, han lavado su ropa en esta fuente, y de los miles de labriegos que allí han llevado sus animales a beber, eran conscientes de que hubiese ocurrido en ella hechos tan señalados.

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